Final de la Liga de las Naciones. Un torneo con poca historia y escasas memorias en la retina. Si acaso la foto de la España en construcción de Luis de la Fuente, que lo ganó el pasado verano. Contra pronóstico, diríamos. La última de sus tres ediciones (solo una femenina) la ha ganado, otra vez, España. Pero el recorrido de esta selección que ahora dirige Montse Tomé es muy distinto de aquella. Ninguneadas durante décadas, las futbolistas españolas se encontraron por el camino con muchas puertas cerradas, la negación y el desinterés. Hasta que una generación sin complejos advirtió que la convicción de que el fútbol es cosa de hombres no era más que una falacia. Los hay que siguen defendiendo que su juego no interesa. No estaban en La Cartuja. Ni pusieron la tele. Este fútbol de salón tiene otro título en su palmarés.
España es campeona. Otra vez. Le ganó a la física Francia, incapaz siquiera de hacerle cosquillas a Cata Coll. Lo hizo en un estadio plagado de banderas de España. Ante 32.657 espectadores, récord de asistencia de un encuentro de la selección nacional femenina. La Cartuja lo gritó, lo bailó, lo vibró. En comunión con un equipo que hace historia. Pioneras, les llaman. Están generando recuerdos para las generaciones venideras, las que ya admiran a Aitana, Balón de Oro, otra vez MVP y goleadora en Sevilla, como la omnipresente Mariona; a Paredes, la capitana, la líder, un coloso en defensa; a Athenea, pura polvorilla en la banda; a Salma, martillo pilón para la defensa francesa por mucho que se le resistiera, de nuevo, el gol; a Olga Carmona, ídolo local, galones que le otorga marcar el gol de un Mundial; y a Vicky López, el futuro.
Cantaba el público, miles de niños en las gradas, el “campeones, campeones”. Y las 25 futbolistas españolas saltaban en coro en el centro del campo. Felicidad absoluta. Abrazos y sonrisas. Difícil imaginarlo hace solo unos meses, cuando un presidente se atrincheraba en su poltrona al grito de “no voy a dimitir” y el equipo, en bloque, se negaba a volver a ponerse la camiseta de la selección hasta ver desmoronarse una estructura machista en esencia, incapaz de capitalizar un éxito sin precedentes. El ruido se ha ido apagando. Y la federación ha ido cambiando. Pasos lentos, pero seguros.
En el centro de la foto, Irene Paredes, que esta vez, recuperado el brazalete, sí pudo alzar el trofeo. A su derecha, Alexia; a su izquierda, Jenni. Las dinosaurias han ganado más que un título.
“Es increíble lo que hemos conseguido. Parece fácil, pero este equipo sigue con una ambición tremenda. Este equipo no tiene techo, ahora vamos a por los Juegos”, decía Aitana al acabar el partido. “Siempre queremos más, es el momento de disfrutar”, se sumaba Tomé. Porque el valor del triunfo es también futbolístico. Y ella lo sabe: “Francia era una gran rival a la que no habíamos conseguido ganar. Hemos logrado que tuviera muy pocas ocasiones”, añadió la entrenadora, que dice disfrutar del día a día: “Me siento con ganas e ilusión. Las jugadoras tienen la capacidad y seguiremos sacándoles el rendimiento”. No es la única que miraba hacia el futuro. También lo hacía Mariona, que miraba, como todas, a París, donde perseguirán la triple corona en menos de un año: “Estamos aquí para quedarnos, estamos luchando para conseguir más títulos”.
Con fútbol y trofeos las heridas van sanando. Con el roce, las charlas, la exposición pública. Han pasado seis meses desde que la selección española se proclamara campeona del mundo en Sídney. Seis meses desde que aquel éxito empezara a diluirse, secundado por las reivindicaciones; auspiciadas estas por el foco que se merecen unas campeonas, por la fuerza del feminismo, también. Medio año para masticar la crítica y la ansiedad.
Hoy sabemos, porque ellas han empezado a explicarlo, que a Jenni Hermoso le dolió (y le sigue doliendo) no haber estado en la primera convocatoria de la nueva seleccionadora, Montse Tomé, en los primeros partidos de esta Nations League; sabemos que Athenea del Castillo consideró que defender a su compañera no pasaba por pensar igual que las otras 24 futbolistas que han viajado a Sevilla (y otras tantas que han visto el partido desde la grada o el sofá); también que Alexia Putellas quiso estar en esta cita de principio a fin, para entrenarse con sus colegas aunque no tuviera todavía el alta médica tras la lesión en la rodilla, para estar aunque no jugara un minuto, para salir en la foto y ampliar su palmarés. No quiere perdérselo. No quiere desconectar de este equipo después de haber dado la cara cuando venían mal dadas.
Hoy entendemos que todas sufrieron aquel trago, pero que siguieron peleando por el sueño que tuvieron de niñas, por vestir la camiseta de La Roja, que pesa un poquito más por esa estrella en el pecho que lucen desde el verano. Entendemos que no son una, pero van a una. Y que para crecer, al fútbol español le ha venido bien que las aguas bajaran revueltas durante unos meses. La polémica en torno al beso de Rubiales a Hermoso puso el foco sobre las peticiones de estas futbolistas que vuelven a sentir la felicidad más pura, aquella que resultó tan efímera en Sídney. Al fin y al cabo, ellas solo querían jugar a fútbol. Y competir. En condiciones.
Consiguieron ser escuchadas. Y hoy, aun conscientes del camino que queda por andar —que se promocionen bien sus partidos y se promueva la venta de entradas (entre 15 y 30€ las de esta final), que se organicen mejor sus competiciones y no se cambie la sede de una semifinal deprisa y corriendo, que la federación se crea que el fútbol no es ni masculino ni femenino, entre otras muchas cosas por pulir— solo persiguen la normalidad. Maravillosa normalidad. Pensar solo en el balón. Ese es el éxito cosechado en Sevilla. El trayecto ha servido para algo. Ellas seguirán pagando con su fútbol. A la federación se le seguirán exigiendo mejoras. Y al resto solo nos queda disfrutar y aplaudir.
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