La escena sucede en 2016, en lo alto de un rascacielos de Singapur, donde las ocho mejores jugadoras del mundo van a medir sus fuerzas en la Copa de Maestras. Garbiñe Muguruza, 23 años y campeona ya de Roland Garros, asevera ante la pregunta sobre el impacto que puede llegar a tener en su personalidad el éxito creciente: “Ocurra lo que ocurra, yo seguiré siendo la misma de siempre. No voy a cambiar”. Y agrega a este periódico la tenista, que ahora, al inicio de la treintena y tras un año de reflexión sabática, decide colgar la raqueta: “Antes era como: ¿Garbiñe ha ganado o no? Y ahora es: Garbiñe tiene que ganar. Pero no, no tengo por qué ganar siempre”. Después, cuando se le desliza que ya es una de las 30 personalidades europeas más influyentes con menos de 30 años, reacciona: “¡No lo sé, no me pongáis más presión!”.
En el encuentro, la tenista también categorizaba a los tenistas, y venía a decir que ella estaba en un espacio indefinido, entre aquellas que lo ganaban casi todo —caso de su admirada Serena Williams—, o esas otras que alcanzaban las rondas finales, pero que acostumbraban a quedarse con la miel en los labios. “¿Ahora tengo que jugar siempre bien porque la gente está más pendiente? Dudas. Puedo ser mi peor enemiga”. “No paro de oír esa palabra: regularidad, constancia. Hay gente que la tiene y otros que no. Pero, ¿qué es mejor? ¿Ganar un gran torneo al año o llegar en todos hasta los cuartos? Yo intento ganar, y si no gano, no gano. Yo lo intento y doy lo máximo, pero no puedo estar pensando todo el rato en esas palabras: regularidad, constancia…”. “A veces soy cruel conmigo misma”.
Muguruza siempre fue una competidora especial, ante todo selectiva. Su nivel podía llegar a alcanzar un grado tan elevado que actuaba fundamentalmente a partir de la inspiración. “Es una ganadora, domina el juego y le pega duro a la bola. Lo tiene todo, pero será lo que ella decida ser”, advertía por aquella época Nick Bollettieri, el gurú formativo que moldeó en Bradenton a figuras de la talla de Hingis, Seles o Sharapova. No le faltaba razón al viejo Nick porque, contra viento y marea, Muguruza llegó hasta donde ella quiso llegar. Lejísimos, en realidad, hasta donde prácticamente nadie puede: un Roland Garros (2016), un Wimbledon (2017), una Copa de Maestras (2021) y siete títulos más, además de haber alcanzado la cúspide (2017) y de haber podido con el imperio Williams.
“No entiendo muy bien cuándo se hace historia, si consiste en ganar 25 grandes, pero yo he hecho mi historia, que ha sido fantástica. Ha sido una decisión propia, me hacía falta; ha sido una respuesta a lo que me hacía falta, a lo que sentía. Ha sido fácil, porque he ido tomándola poco a poco”, explicaba el sábado en el Palacio de Cibeles de Madrid, durante la conferencia en la que confirmó su adiós.
Se va Garbiñe ahora, pero en realidad ya se había ido hace tiempo. Desde el instante en el que anunció un parón indefinido, en julio del año pasado, ya se había producido la desconexión. Había descubierto un mundo nuevo que le reportaba la felicidad que había perdido en el tenis, convertido desde hace varios años una actividad más bien opresiva para ella. Bajo el pensamiento único instalado en el tenis español de que el éxito comporta sobre todo sufrir, ganar y ganar —craso error, sostienen los profesionales—, ella siempre se desmarcó. “Hoy día, no tengo ninguna intención de volver”, anticipaba en octubre. “Mi plan ahora mismo es dormir, descansar, estar con los míos, recuperar tiempo perdido… No veo más allá de lo que estoy haciendo hoy, mañana y esta semana. Y soy muy feliz así”, exponía.
Siempre fue singular Muguruza. Desde su aterrizaje en la élite —se decantó por jugar para España, pese a haber nacido en Caracas— hasta esta despedida temprana, cuando todavía podían quedarle años de carrete. Se le obligó a lo que no quería ser, a ir en contra de su naturaleza, y escogió. A su manera. Nunca engañó a nadie. “Siento que ha llegado el momento. Estos meses de parón han sido claves. Cuando volví a casa, recibí el descanso con los brazos abiertos y cada día que pasaba me sentía mejor. No echaba en falta la disciplina ni la dificultad del día a día del tenis; iban pasando los torneos y me di cuenta de que las cosas habían cambiado. Todo lo llevamos al máximo, y por eso ahora disfruto de que no sea así, extremo. Me apetece mirar el siguiente capítulo, y no el del tenis”, razonaba el sábado.
Desde los tres años con la raqueta en la mano, Muguruza nunca ocultó que en su mente existían otras inquietudes más allá del tenis ni tampoco tuvo el miedo que arrastran la mayoría de los tenistas al día después. Al revés, a ella le atrae. “Soy compleja, suelo estar en mi burbuja”, se define a sí misma, “Es un sueño para cualquier entrenador”, añade Conchita Martínez, la técnica que mejor la entendió y con la que más conectó. “Es luchadora, competitiva, superviviente. Protectora de los suyos”, le describe una persona de su máxima confianza. Empezó a caminar antes de lo normal —precisa su madre Scarlet—, calza un 42, domina como pocos jugadores el inglés —le representa la multinacional IMG— y en su comportamiento se adivinan marcados trazos vascos y venezolanos. A los siete años se mudó a Barcelona para forjarse en la academia Bruguera y a los 21 explotó, pese a que el año anterior (2014) ya despachase a Serena de Roland Garros.
Lo hizo en Wimbledon, donde irrumpió en la final de 2015. Entonces no pudo con la todopoderosa Williams —su verdadera inspiración—, pero sí al año siguiente, en París. “Sin humildad no llegaré a ningún sitio”, afirmaba entonces en una entrevista concedida a EL PAÍS. “En la pista hay que ser un poco actriz”, contestaba en 2017, después de rendir a Venus y de haber conquistado también el santuario de Londres. “Nunca debes dudar de ti misma”, añadía en 2021, tras haberse convertido en maestra —la primera y única española en conseguirlo, unida ya a Manuel Orantes y Àlex Corretja— cuando probablemente pocos lo esperaban. Antes estuvo a un tris de triunfar también en Australia, pero cedió en una extraña final ante Sophia Kenin. En cualquier caso, su tenis de rompe y rasga —poderoso desde ambos perfiles, muy visceral, con un debe en la volea y la movilidad— tuvo vigencia hasta el final, pero mentalmente se había vaciado y ella requería distancia.
Así que ahora, después de haber compartido un tiempo más que necesario con su padre José Antonio, su madre y sus hermanos, Asier e Igor, pone el punto final con elegancia y discreción, y se dispone a disfrutar de la nueva vida que comenzó hace un año con su pareja. A contracorriente, se marcha siendo joven, regida siempre por su propio código: llegar hasta donde quiso llegar. “Quiero recuperar el tiempo perdido. Hacer cosas comunes, estar con mi gente, casarme, formar una familia e incluso tener un perro, que parece una tontería pero hasta ahora no podía hacerlo. No soy una persona que se quede sentada”, se despedía este sábado Muguruza, una tenista genial y genuina, también incomprendida. Garbiñe hasta el final.
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