A Nora la revuelta la pilló de casualidad. Muchos años después de que la ocupación israelí obligara a su familia a abandonar Gaza y mudarse a California —donde ella nació, creció, estudió economía, se casó con Omar—, Israel comenzó a bombardear la tierra natal de sus padres, que ella solo conoció de vacaciones y lleva 20 de sus 25 años sin pisar. Muchos de sus familiares murieron en una ofensiva que ya se ha cobrado la vida de 35.000 personas. El mundo fue testigo, con tristeza, con rabia, con indiferencia. En Estados Unidos, un puñado de estudiantes se hartó, tomó sus universidades, organizó campamentos y protestas que recordaban a aquellas con las que sus abuelos denunciaron la guerra de Vietnam. La policía los reprimió, la universidad los expulsó. Y a Nora, el mayor levantamiento estudiantil de los últimos años, el que más podía resonar en su historia dentro de la diáspora palestina, la agarró de visita a una amiga en México.
Entonces, la Universidad Nacional Autónoma de México, la UNAM, tomó el relevo. Los alumnos de la gran casa de estudios de Latinoamérica, símbolo de la excelencia en el campo académico y el de la protesta política, se reunieron en asamblea y, como sus pares del norte de la frontera, organizaron un campamento que exige un “alto al genocidio imperialista en Gaza” y la ruptura de las relaciones diplomáticas entre México y Israel. La acampada ha comenzado este jueves, con más de 40 tiendas de campaña y en torno a un centenar de personas, entre las que se cuentan árabes y judíos, en la explanada entre la rectoría y la biblioteca. Nora ha sido de las primeras en llegar.
Las protestas universitarias en solidaridad con Palestina han incendiado la actualidad estadounidense. De California a Nueva York, la policía ha reprimido a los estudiantes que se manifestaban en decenas de campus en más de una veintena de Estados. Las imágenes han dado la vuelta a medio mundo. Más de 2.000 jóvenes han sido detenidos desde el 18 de abril, según un recuento de la agencia AP. Las reacciones han variado desde la de la rectora de la Universidad de Columbia, Minouche Shafik, que solicitó la intervención policial; a la del Premio Pulitzer (el galardón más prestigioso del mundo del periodismo, con sede, precisamente, en Columbia), que se ha solidarizado con ”los incansables esfuerzos de los estudiantes de periodismo de los campus universitarios de nuestro país, que cubren las protestas y los disturbios con gran riesgo personal y académico”. Ahora, la llama se ha extendido a México.
El 7 de octubre de 2023, Hamás atacó Israel y mató a 1.200 personas. La respuesta israelí, con un arsenal mucho más poderoso, ha destrozado Gaza, acabado con 35.000 personas, desatado el hambre y duplicado la pobreza. Desde entonces, cuenta Nora, “están siendo meses muy frustrantes porque mi familia está en Gaza, han sido desplazados muchísimas veces, hemos perdido un montón de familiares por culpa de los incesantes ataques aéreos y bombardeos. Todos los días esperamos que las bombas se detengan, pero la gente protesta y aun así parece que no tiene final. Esperamos que con la solidaridad global y la presión de la gente, la presión económica, cortando relaciones con la ocupación colonialista de Israel, las bombas sobre nuestro pueblo se detengan”, dice de corrido en inglés.
La tienda de campaña de Nora estaba entre las tres primeras que se han levantado cuando, a las 12.00, todavía había más periodistas que manifestantes en la UNAM. Ella no da la mano al saludar, su marido, Omar, la da por ella. Lleva un vestido rosa largo que la cubre también la cabeza y la tradicional kufiya blanca sobre los hombros. Conoció la UNAM y su significado como símbolo de la independencia universitaria latinoamericana gracias a una amiga. Ella le habló del movimiento estudiantil del 68 y cómo fue reprimido en Tlaltelolco, de la huelga de 1999, de “su historia de autonomía, de protesta, lo respetada que es como institución, lo que significa para el pueblo mexicano. Históricamente, han conseguido cambiar la atmósfera política y creo que es muy plausible que las acciones que las personas hacen en su propio entorno, como aquí en su propia escuela, influencien a la gente que toma decisiones. Estoy muy esperanzada con las acciones de esta universidad”, celebra.
“No alcohol, no porros, no estupefacientes, no coger”
El campamento se va animando a lo largo del día. Se hace una asamblea para establecer las reglas —una de ellas, “no alcohol, no porros, no estupefacientes, no coger”, para mantener un ambiente de “alerta política”—, se reparten las tareas en “brigadas”: una para encargarse de la seguridad, otra de los víveres, otra de la difusión y la relación con la prensa, una que ofrece primeros auxilios y apoyo psicológico. Las principales reclamaciones son, en sus palabras: detener el genocidio y poner fin a la ocupación sionista; romper las relaciones entre la UNAM e Israel (convenios de estudios, intercambios); romper las relaciones diplomáticas entre México e Israel siguiendo el ejemplo de Colombia; detener la represión a nivel internacional del movimiento estudiantil con Palestina; liberar a los presos encarcelados en las protestas.
Los objetivos son elevados y casi imposibles de conseguir, prácticamente idénticos a los que exigen los estudiantes estadounidenses. “A veces nos tachan de ilusas, pero a pesar de que los movimientos políticos tienen que ser concretos, también son movimientos de imaginación, de poner el cuerpo para algo que parece inexistente, pero que puede tener una réplica. Aquí y ahora estamos creando un antecedente y una memoria. Quizá parezca que lo digo con aires de grandeza, pero la historia no se hace desde la narrativa grandilocuente que se enseña en los salones. Es cuando alguien decide imaginar que las cosas pueden ser de otra manera. Los estudiantes mexicanos no van a acabar con el Gobierno de [el primer ministro israelí, Benjamín] Netanyahu, pero sí posicionarnos con la voz y con el cuerpo en un acto estético, narrativo, discursivo, de decir: ‘Aquí estamos’”, reflexiona Karime Rajme, con ese discurso de palabras vivas de los graduados en filosofía.
Rajme forma parte de la asamblea que ha organizado el campamento. Tiene 29 años, estudió en la UNAM y ahora es crítica de cine y da clases. Su apellido es libanés, pero México ha visto nacer ya a tres generaciones de su familia. Ella no conoce la tierra de sus bisabuelos. Rajme sintetiza rápido el sentido de la protesta: “Estamos llamando de forma urgente a que se pare un genocidio”. La influencia de las protestas en EE UU ha sido clave, pero la acampada de la UNAM no es solo una réplica, dice, sino un intento para crear “un espacio en la sociedad mexicana para discutir y volcar esas acciones sociales, para aglomerarlas”. “A pesar de que en EE UU vemos esa relación más directa con el financiamiento, el apoyo militar, de inteligencia y armas a Israel, creo que es un movimiento global. Lo dijo [el presidente colombiano, Gustavo] Petro esta mañana: el hecho de que muera un pueblo es una condena a la humanidad entera”, concluye.
No está claro cuánto tiempo va a extenderse el campamento. La convocatoria es indefinida, y es poco probable que la policía reprima a los manifestantes aquí como lo ha hecho en Estados Unidos —como una institución autónoma, las fuerzas de seguridad necesitan entrar a la UNAM acompañadas de las autoridades universitarias—, y la relación de México con Israel, pese a tener acuerdos económicos y diplomáticos, está a años luz de la cercanía entre Washington y Jerusalén. La duración de la protesta dependerá de las fuerzas de los estudiantes y el ruido que consigan hacer. La idea, en principio, es aguantar hasta el miércoles que viene y valorar entonces.
Más allá de los grandes objetivos políticos originales, entre los estudiantes tienen claro que una cosa es lo que se pide y otra lo que se consigue. El ruido, propagar la protesta, es una finalidad real y asequible. “La UNAM tiene una carga política muy grande dentro y fuera del país, se espera que otras escuelas se animen. Creo que sí podría escalar a que otras personas sigan por el mismo camino”, confía Renata Aguilar, de 22 años y estudiante de historia, mientras monta su tienda de campaña. “Esto debería haber empezado desde el día uno, no hoy que son casi siete meses de genocidio de Israel contra el pueblo palestino. Ojalá que se alargue, se haga más grande y venga mucha más gente”, coincide Alan (24 años) que, literalmente, se apellida Palestina, aunque no tiene ningún antepasado conocido en Oriente Medio. Él le quita hierro: “Independientemente de que sea mi nombre, esto debe concernirle a cualquiera que sea humano”.
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