Abed solía pasar con su familia los fines de semana (viernes y sábado) en su lugar natal, Gaza. De domingo a jueves, trabajaba en una fábrica de dulces y galletas en Israel. Es uno de los 21.000 jornaleros de la Franja con un permiso especial de entrada y trabajo que ―pensaban entonces las autoridades israelíes― resolvía dos problemas de golpe: cubría con mano de obra barata los empleos menos agradecidos y disuadía a Hamás de buscar una escalada de violencia, porque los ataques siempre implican el cierre del cruce fronterizo y demasiadas familias dependen de ese sustento, inexistente en la Franja.
El pasado sábado, sin embargo, él y otros nueve obreros gazatíes se habían quedado en el modesto apartamento en la ciudad de Holon, cerca de Tel Aviv, para cobrar en mano cuando terminase la festividad de Sucot. Se despertaron con la noticia de que Hamás y la Yihad Islámica habían lanzado desde Gaza un ataque sin precedentes (que ha acabado siendo la jornada más letal en territorio israelí desde 1948, con 1.400 muertos y más de 100 secuestrados) y la certeza de que ya nunca serían mirados igual.
“Nos quedamos en la casa. Teníamos miedo de salir por si alguien nos atacaba. Recibíamos noticias [falsas] de que un empleador judío había matado a un empleado y lo había cortado en pedazos”, explica este gazatí de 28 años en el polideportivo IBSA de la ciudad cisjordana de Ramala, repleto de colchones instalados a toda prisa para acoger a cientos de personas como él que no pueden regresar a su lugar de residencia, ni quedarse en el de trabajo.
Llamaron a un taxi para ir a Cisjordania. Mandaron al conductor la ubicación por WhatsApp. “Nos dijo: ‘En 15 minutos estoy allá’. Diez minutos después, un grupo grande de policías tiró abajo la puerta sin llamar, nos hizo tirarnos al suelo y nos esposó y arrestó. No sé cuántos eran porque no podía levantar la cabeza del suelo. Una policía me insultaba y decía que si lo hacía me metía una bala entre los ojos. Nos pisaban las cabezas al pasar. Luego, en el furgón, me pegaron”, dice, mientras enseña heridas y el resto del grupo asiente.
Abed asegura que, tras 12 horas retenidos, la policía los dejó en un descampado en Cisjordania, sin devolverles los documentos de identidad y los móviles. Caminaron hasta que se cruzaron con otro palestino, al que explicaron la situación y les llevó en su coche. Muestra un teléfono recién estrenado. Se lo han comprado entre los 10, dice, para poder saber cómo están sus familias en una Gaza bombardeada y sin suministro de electricidad, combustible y alimentos desde el lunes por orden del ministro israelí de Defensa, Yoav Gallant. Los cortes de conexión complican la tarea y se ponen nerviosos.
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El polideportivo se ha convertido de forma improvisada en el principal centro de acogida. Allí dormían este jueves 600 personas, sin más baños que los de unas instalaciones deportivas ni más comida a primera hora de la mañana que humus, panes de pita y botellas de agua mineral. Hay muchos tipos de colchones y mantas porque, en su gran mayoría, los trajeron personas corrientes, en respuesta a un llamamiento que circulaba por redes sociales, explica Nasir Abu Mariam, de la ONG juvenil palestina Sharek. “Se corrió el rumor de que era allí adonde estaban yendo. Esperábamos encontrar unas decenas. Al llegar, nos sorprendimos de toda la gente que había”, añade.
Muchos denuncian que los empleadores les deben dinero y han dejado de responder al teléfono. Es una especie de intermediario cuya exigencia legal vienen criticando las ONG de derechos de los trabajadores. “A mí me debe 3.000 shekels (720 euros). Lo llamé, no me lo cogió y ahora siempre me sale el teléfono como apagado”, dice Al Qandil, de 46 años y con ―asegura― 36 shekels en el bolsillo y una deuda de 1.200 por el taxi para llegar a Cisjordania. Todos los entrevistados relatan pagos desmedidos (sabiendo que lo eran) a los taxistas para llevarlos a Cisjordania. El sábado del ataque masivo, cualquier otro medio de transporte era demasiado largo o peligroso.
“Tengo fuego en el corazón”
“Lo primero que pensamos es en volver con nuestras familias, pero el empleador nos dijo que teníamos prohibido ir a trabajar o salir de casa”, explica Taha Mokan. Tras tres días de espera y confusión, tomaron dos taxis desde el norte de Israel para plantarse directamente en Kalandia, uno de los puestos de control militar entre Jerusalén y Ramala. Omar Mayed Malat forma parte de ese grupo y solo piensa en estar con su mujer y sus cuatro hijos. “Tengo fuego en el corazón de ver lo que pasa en Gaza. Solo quiero volver allí, para vivir con mi familia o morir con mi familia. Aquí no me apetece ni comer ni dormir. Cada vez que suena el teléfono pienso que son malas noticias”, dice.
En toda Cisjordania había este jueves 3.200 gazatíes con permiso de trabajo en Israel. ¿Y los otros casi 18.000? “No tenemos ni idea. No sabemos si están arrestados, en libertad, o en Gaza”, confesaba en el recinto Hamdan Barghuti, vicegobernador de Ramala, mientras un autobús traía a otros 50 cargando grandes bolsas de supermercado con letras en hebreo. “La mayoría no tiene dinero. La prioridad ahora es distribuirlos por distintas gobernaciones y darles comida y bebida”, señalaba.
La distribución es problemática. Los funcionarios les proponen ciudades, como Nablus, Yenín o Tulkarem, en las que se registran más incidentes con colonos e incursiones militares. “Al principio la Autoridad [Palestina] nos dijo que nos llevaría a hoteles. Ahora nos mueven a la zona de más tensión”, protestaba Amyad, de 35 años.
Las peleas ―por comida o por un malentendido― se suceden. La escena muestra el profundo desprestigio de la Autoridad Palestina, que gestiona las ciudades de Cisjordania y muchos palestinos perciben como una suerte de subcontrata de Israel, corrupta e ineficaz. Los gazatíes (con atuendo de jornalero) se rebelan cuando los representantes de la Autoridad Palestina (con camisa y acompañados de policías con rifles) les insisten en la necesidad de desalojar de inmediato el polideportivo para ser distribuidos a otras partes de Cisjordania por motivos de salubridad y para hacer hueco a los que están de camino.
“¡No os podéis quedar. Hay otros 1.500 en camino y no es sano dormir todos juntos, sin duchas. Puede haber virus. No podemos permitir que la ocupación [israelí] os haga vivir así, apiñados como animales!”, grita con tono mitinero Barghuti por el altavoz, y los gazatíes lo miran entre el enfado y la indiferencia. “Con lo que habéis robado y ahora vienes con esto…”, le suelta uno de ellos.
“No tengo documento de identidad. ¿Cómo quieres que me vaya de aquí? Además, los colonos están atacando a gente. ¿Tú puedes garantizar mi seguridad en el camino de Ramala a Nablus? No, claro que no”, gritaba Ali a un policía, consciente de que es el ejército israelí ―y no la Autoridad Palestina― quien controla esa carretera.
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